Rosario se detuvo frente al camión de los helados para calcular sus dimensiones y ver si podía conducirlo una vez que adquiriera seguridad.
La caja mostraba la pintura, en tonos pasteles, descolorida. Los conos y los rostros de los payasos se volvieron difusos en el tiempo. De seguro en otro momento mostraron más brillo.
—Me recuerda a un carromato de circo —dijo ella al vendedor.
—A los niños les encantan los payasos —dijo este.
También mantenía la casetera con las cintas y los parlantes por donde se escapaba la música que atraía a la clientela. Los casetes reproducían las melodías agradables, con fondo de campanitas, que igual a un flautista es capaz de cautivar a los más pequeño.
—Me la llevo. Creo que la puedo conducir. Ya veré en donde la estaciono cuando no esté trabajando.
Rosario llegó muy joven a trabajar a Estados Unidos. Venía desde Ecuador, huyendo de un marido violento que se consiguió por incauta al huir de la casa paterna. En ese entonces pensó que todos cometemos errores, pero lo que es imperdonable es regocijarse en el dolor. Anhelaba llegar al norte a pesar de las sonrisas condescendientes de sus amistades. De antemano sabía que no siempre se obtiene lo que se sueña, pero es mejor intentarlo a que no.
Vivió indocumentada por muchos años. En ese entonces trabajó en una fábrica de costura, propiedad de unos asiáticos, con documentos falsos. Abandonó el empleo porque los dueños exigían mucho y el salario era magro. Se rumoraba que en esa industria no pagaban a tiempo o se desaparecían sin liquidarle a los trabajadores. Asimismo, estuvo como empleada doméstica por honorarios de muerte. Casa y comida eran parte del acuerdo, solo que, al vivir ahí, sus deberes eran interminables.
Se encontró con un hombre, de origen mejicano, que a su juicio resultó ser buen marido y tuvieron un hijo. Para su mala fortuna al tipo le gustaba el licor y conducir bajo influencia. En la misma fecha los perdió a ambos en un accidente automotriz. El niño aún era muy pequeño y fue enterrado en la misma fosa con su progenitor. El seguro de vida se gastó en el pago del funeral.
Ella se quedó sola con su dolor. Llegó a creer que no superaría la pérdida. La única buena noticia que tuvo en ese tiempo fue la aprobación de la amnistía, lo que le brindó sus documentos de residente legal. Esa felicidad fue empañada por la ausencia de sus seres queridos.
Dispuesta a conseguir el sueño americano y a ser su propia patrona, reunió el dinero y compró un camión de segunda para vender helados. Tenía algunos ahorros, pero también tuvo que desprenderse del carro que la sacaba de apuros. No le dieron mucho por él, pero sabía que poseía buen motor, a pesar de que en el autolavado los cepillos le erradicaron casi toda la pintura. El dueño del camión le afirmó que no era mala compra y que era seguro al ser conducido por las calles de la ciudad.
Una vez como conductora, y por necesidad, Rosario aprendió a manejar el armatoste. Mejor que eso, a desplazarse con cuidado que evitara dañar los carros del vecindario.
No tardó en aparecer un policía por el sector donde ella transitaba. Como su Némesis, se dio a la tarea de multarla por todo lo que él consideraba, acorde a la ley, incorrecto o malas maniobras. Era prohibido detenerse en el medio de la calle y poner las luces de emergencia si no tenía una, lo cual ella realizaba con regularidad. No debía bloquear las salidas de las zonas residenciales. Los dueños de casa constantemente llamaban a la policía con quejas de esta índole. No podía estacionarse en un lugar más tiempo de lo estipulado. Le era difícil conseguir un espacio adecuado al tamaño del camión y cuando lo conseguía esperaba a darse un respiro. Tenía que hacer sus paradas reglamentarias sin importar que. Todo era estresante para la nueva empresaria. Nunca pensó que conducir un dinosaurio por áreas vecinales llegara a ser todo un reto.
De esa oscura aventura acumuló un total de diez boletas de infracción. El día que fue donde el juez, a pedirle que se discutiera su caso, este la recibió de buen humor. Le dijo, a manera de broma, que el policía de seguro se había sentido altamente atraído por ella. Tantas multas en tan poco tiempo era un asunto de atracción fatal. Le dio una serie de recomendaciones y solo le cobró una de ellas. El resto fueron anuladas.
Rosario no se dejó vencer por esas dificultades y continuó en su negocio con más cuidado.
El hecho que la orilló al borde de un infarto fue cuando la detuvieron unos pandilleros. Le preguntaron qué traía de venta y ella les recetó el menú de sabores de los helados. Uno de los tipos le preguntó si traficaba con mariguana, cocaína u otras sustancias. Ella, aferrada al timón, replicó que nada de eso. Entonces, el tipo le mostró un arma. Le dijo que se fuera con su carcacha a otro lado, que si la volvía ver por ahí la iba a pasar muy mal. Esas calles eran parte de un recorrido de venta de dogas y ella estaba de más.
Ante el peligro de muerte resolvió alejarse lo más veloz que pudo.
A la mañana siguiente no quiso levantase y bregar de nuevo con el negocio. Estaba llena de malas experiencias y acumular estrés era lo que menos quería. Soñar no es difícil, lo arduo es traer las fantasías a la realidad donde no encajan o no logran materializarse. Los sueños son solo eso y se disipan en el aire. Fue advertida por sus conocidos que algunos vendedores ambulantes andan en una y otra cosa, que todo se mueve en cadena.
Después de meditar su caso decidió vender el camión. Con el dinero que le dieron se compró un carrito maltrecho. Nada especial, pero en buen estado que la llevara de nuevo a la fábrica de costura. Quizás el sueño americano estaba en otra dirección y necesitaba tiempo para pensar.