Elisa no soporta mantener una conversación con una mujer que cada dos o tres oraciones hace alusión al marido. Piensa que esa clase de persona coloca al esposo, marido o lo que sea, arriba de un pedestal y la muestra carente de personalidad. Es por eso que, en su centro laboral, ella prefiere no hacer comentarios de índole personal. En especial lo referente a su estado civil, hijos y fecha de cumpleaños. Dice que eso genera chismes y nada más incómodo que verse envuelta en uno. Sí le gusta mantener buenas relaciones de trabajo y ser cordial con sus compañeros, quizás por eso despierta en ellos algún tipo de afecto.
En su nuevo trabajo tiene ya más de un año y en una ocasión, durante el almuerzo, uno de los presentes tuvo la osadía de decirle:
—Güerita, los años van pasando, no cree que ya es tiempo de irse buscando un esposo.
Ella se volteó hacia él con cara de quien ve a un bicho raro y le preguntó:
—¿Otro?
—¿Otro que, güerita?
—Otro esposo. Yo ya tengo uno. ¿Qué hago en casa con dos?
El sujeto se fue poniendo rojo de vergüenza hasta competir con un pimiento. Todos lo notaron y comenzaron a reírse a carcajada de la metida de pata.
—¿Usted es casada, güerita?
—Claro que sí.
—Discúlpeme, güerita. Yo no sabía.
Su supervisor, que estaba en la misma mesa, le reclamó.
—Entonces, ¿por qué cada vez que yo le señalaba a uno de los muchachos que eran buenos candidatos, no me decía que era casada?
—Yo pensé que me los mostraba porque usted era gay.
Más se reían los presentes. A algunos hasta se les saltaron las lágrimas.
Ese día toda la compañía hizo circo del par de aprendices de celestinos.