Mi esposa no sería muy útil a la hora de asaltar un banco. Creo que la atraparían antes de llegar a la puerta.
Cuando vamos al supermercado, a ella casi nunca le gusta tomar un carrito de compras. Siempre dice que no piensa hacer grandes compras, pero yo sé que eso no es del todo verdad. Una vez en el lugar su lista empieza a desdoblarse por arte de magia y lo mismo que una telenovela se va alargando y alargando con múltiples artículos que surgen durante el recorrido.
Siempre soy yo el que busca un carrito disponible, pero en una ocasión decidí no hacerlo, a pesar de todo.
Ella dijo que no lo necesitaba, que en esa ocasión solo compraría cuatro cajas de galletas que estaban en especial. Luego se le hizo pesada la carga y decidió buscarse uno por su cuenta.
El único carrito a la vista se encontraba al final del pasillo, ocupado con una barra de pan. Ella, sin dudarlo, fue, lo agarró y salió en fuga con él, sin cerciorase de que hubiera alguien a la vista. Yo supuse que pertenecía a alguien más, oculto por la estantería. Esperaba ver salir a esta persona enojada y reclamar por el abuso o el «error». Pero no fue así, para mi fortuna.
El carrito, al ser impulsado, no se deslizaba con facilidad. Las ruedas rechinaban tan fuerte que era toda una tortura medieval.
—Ya sé porque lo dejaron abandonado —dijo ella, mientras empujaba el vehículo, pretendiendo que aquel ruido no le molestaba.
Yo me reía en mis adentros, pensando que quiso pasarse de lista y que por orgullo no admitía haber caído en el ridículo.