Cincuenta años después, mientras contemplaba la mierda esparcida sobre el piso de los sanitarios, Abdiel Martínez recordaba lo que la gitana alguna vez le dijo al leerle su suerte. Ahora, a sus sesenta y dos años y a punto de retirarse de la vida laboral, encontraba en sus palabras algo de verdad, quizás demasiado para su gusto.
Recordó el día que, siendo un niño de doce años, tomó dinero de su madre. Él sabía dónde guardaba el cambio de los mandados. Era posible que esa tarde se quedaran sin tortillas, pero no podía dejar de visitar la feria instalada en el predio baldío, a pocas cuadras de su casa.
La exhibición consistía en un pequeño circo ambulante acompañado con algunos juegos mecánicos. También instalaron pequeñas tiendas donde exhibían «gente sorprendente de países remotos». Eso fue lo que la barata anunció por las calles del barrio a fin de atraer visitantes. Había mucho que ver y comprar en los alrededores del plantel, pero Abdiel no traía tanto capital. El dinero apenas ajustaba para el boleto de una atracción y no estaba seguro en escoger entre los payasos o la exhibición de la mujer que se convertía en serpiente. Si quería algún algodón de azúcar o una manaza bañada en miel, no sería esa vez.
Una mujer, que dijo leer el porvenir, lo detuvo al pasar frente a su establecimiento. Por unos centavos le diría lo que el futuro le ofrecería. Antes de que se diera cuenta le arrebató los que traía. Lo haló al interior de la pequeña carpa y lo sentó frente a su mesa de trabajo. Le pidió que cortara el mazo de cartas en tres.
—No quiero que me diga nada —replicó el muchacho—, solo quiero ir a ver a los payasos.
—Te aseguro que esto es más importante que las risotadas de esos bufones. Té haré una lectura rápida porque no es mucha la plata que traes. ¿Se la robaste a tu madre?
Él no respondió, pero se dio cuenta de que la extraña mujer adivinaba o leía el pensamiento.
—Casi todos los críos lo hacen —dijo para sí misma—. Bien, veamos que tenemos por acá. Algunas cosas buenas, otras cosas malas.
La cartomántica habló de cosas que, para la menta del chico, sonaban a incoherencias. Lo que sí logró comprender fue el oscuro vaticinio que la mujer escupió en un instante de trance.
Salió de ahí sintiéndose timado por aquella zorra astuta. No pudo ver lo que quiso y solo tonterías fue a escuchar. No comentó nada en casa para no tener que dar explicaciones y lo asociaran con la desaparición de del dinero.
Pero él no estaba dispuesto a aceptar como verdad absoluta lo dicho por ella. Así que se puso a estudiar con ahínco y llegó a ser el mejor estudiante del colegio de monjas. El día de la promoción fue el abanderado.
Ahí fue captado por los curas jesuitas que administraban un colegio de secundaria. Le ofrecieron una beca de estudio. Hasta ahí todo discurrió sin tropiezos en la vida de Abdiel.
Entonces, el panorama empezó a cambiar. Vino la guerra civil que duro años y sus sueños empezaron a resquebrajarse. Su madre murió en el conflicto. Fue alcanzada por las charnelas de una bomba que cayó en el vecindario. Ante la imposibilidad de vivir en un país que colapsaba, su padre migró a los Estados Unidos, oculto en la caja de un tráiler junto con otros indocumentados.
Durante los años que duró el conflicto armado, Abdiel y sus tres hermanos quedaron a cargo de su tía, hermana de su padre, mientras este buscaba cómo migrarlos antes de que el servicio militar obligatorio los arrastrara hasta un batallón de lucha irregular.
Sus hermanos, de menor edad, consiguieron abandonar el país con éxito a través de México. Mediante el pago a los «coyotes», se reunieron con su padre en California.
Abdiel finalizó el servicio militar. No murió en el combate, pero fortaleció su carácter. Le permitió ver claro que su próximo paso era ingresar a la universidad y obtener un título en la carrera que escogiera.
Años después alcanzó el título de doctor en medicina y después de cumplir con su servicio social viajó al norte. Ya para entonces su padre había conseguido la legalización y podía solicitar a sus hijos.
Una vez en el país, Abdiel, se dio cuenta que no podría ser médico en ese país. Se le pedía volver a comenzar y sin ningún tipo de ayuda. El idioma y la falta de financiamiento fueron los pilare que sostuvieron el muro que se levantó ante él.
No le quedó más opción que dedicarse a trabajar como todo inmigrante que llega a esa gran nación con la mayor parte de su vida desarrollada. Comenzó a laborar en fábricas y bodegas y de esa forma fue echando raíces.
Han pasado muchos años y, Abdiel, en la sexta década de su vida, trabaja en el área de mantenimiento de un centro comercial. Ahí le toca limpiar los baños que utilizan los clientes que visitan el lugar. Pero no solo ellos, también llegan personas desamparadas, drogadictos y siquiátricos que utilizan los sanitarios y a veces los dejan en condiciones deplorables.
Ahora, frente aquella porquería que yacía regada por el piso, recordaba las palabras de la gitana. La mujer, en un gesto de decepción, reunió las cartas y le dijo:
—Muchacho, tu vida será una mierda. Hagas lo que hagas, todo será inútil. Ahora vete, que tengo clientes esperando.