Broma

—Te juro que yo no sabía. Yo no sabía —repetía la joven.

Permanecía de pie, cerca de donde los paramédicos realizaban su trabajo, cubierta de pies a cabeza con la frazada que le proporcionaron.  Su voz temblaba por el frío y el desconcierto. Su amiga la abrazaba sin saber que decir.

A sus veinticinco años, Rebeca, sabía que era una mujer bonita. Estaba dedicada a los estudios y pensaba que algún día obtendría un título en Derecho.

Su papá había ejercido la abogacía en Cuba. Al salir del país, durante el éxodo del Mariel, dejó todo atrás y reinició su vida en los Estados Unidos de mecánico automotriz. Aunque eso les daba para bien vivir, no había tanto dinero que le facilitara enviar a todos los hijos a la universidad.

Eran cuatro críos, dos de ellos no demostraron el mínimo interés por una carrera y los otros dos iban encaminado a punta de becas y una que otra clase pagada de sus propios bolsillos. Si él algo odiaba era tener que endeudarse de por vida. Ya con la hipoteca de la casa era bastante. Le faltaba pocos años para pagarla. Los estudios superiores no estaban contemplados en sus planes inmediatos.

Rebeca trabajaba y aportaba a los gastos. Lo menos que ella quería era tener una deuda eterna. Eso se lo repetía su papá muy a menudo. Entonces, escogió estudiar para ser paralegal y una vez graduada consiguió ser aceptada en un bufete de abogados predominantemente blancos. En realidad, era un plan con segundas intenciones. Pensó en un principio que podría escoger entre ellos al que sería su futuro marido, sin embargo, fue decepcionante. Trabajando en esa firma por los dos últimos años no la llevó a conseguir el esposo de sus sueños. Los jóvenes leguleyos eran como decía su papá: pura estampa y un gran adeudo por saldar. Así que no hubo interés real por parte de ella en querer ligarse a uno de ellos frente al altar. Además, eran muy sosos. Ella era de ascendencia caribeña y no le gustaba el pan sin sal.

Las amigas, lo mismo que diablillos que susurra al oído, fueron quienes le sugirieron inscribirse en uno de esos foros donde se registran solteros en busca de parejas.  Sin ser conocidos pueden ser más precisos sobre lo que persiguen y de esa manera reunir los posibles candidatos que llenen sus expectativas.  A pesar del miedo que conlleva es tipo de aventura, por el riesgo de encantarase con un psicópata, ella llegó a formar parte del inventario de personas solteras en busca de pareja.

Así fue que conoció a Adrián Delgadillo, joven de padres ecuatorianos que empezaba su propio negocio en el mundo de los dueños de restaurantes. Algo que se mantenía en la familia, pero que por ser el mayor de tres hermanos había tomado la delantera. No pensaba casarse de buenas a primera, solo que se sintió atraído por la chica de origen latino, estudiada y trabajadora con la que podría iniciar una bonita amistad.

La cita quedó concertada para llevarse a cabo en la ciudad de San Francisco, en un hotel y restaurante que él conocía, por si todo aquello pasaba de una simple cena a algo más íntimo. Tenía amigos en el lugar, así que le harían el favor de ser discretos. A ella le pareció bien. Investigó en internet y descubrió que era un lugar concurrido y ameno donde se podía bailar, algo que para ella era su gran pasión.

Rebeca viajó desde Florida con su amiga Estela, por si algo no salía bien, y se alojaron en un hotelito que encontró en las páginas de internet. Eso de citas a ciegas es más peligroso que caer de bruces sobre un cuchillo.

—Tú me esperas aquí —le dijo a su amiga—. Yo te llamo cuando llegue al lugar y si algo no está bien yo te aviso.

—No, nada de eso. Voy contigo. Te estaré vigilando de largo. Si el tipo es un crápula no voy a poder hacer nada dese aquí.

Llegaron en taxi al lugar. Estela se perdió entre la concurrencia y dejó a su amiga sola, pero al acecho. Él ya estaba esperándola. Fue muy galante al recibirla. Todo fue protocolario como se espera que sea en esos casos.

Luego de una cena ligera se tomaron unas margaritas y a continuación bailaron un poco de música tropical que sonaba en el salón. Conversaron, se rieron, contaron chistes y anécdotas. Todo parecía ir de maravilla, igual que en una típica película romántica. Estela se relajó al ver que todo lucía auténtico y se propuso pasarla bien con algunos asistentes que la invitaron a bailar.

La pareja salió al patio, alrededor de la piscina, cerrado a esa hora al público, pero que, gracias a las influencias de Adrián Delgadillo, pudieron traspasar sin impedimento. Se tomaron un par de margaritas más y eso hizo que Rebeca se sintiera aún más relajada y en confianza. Cerca del borde, de broma en broma, empujó a Adrián para que cayera al agua. Él saldría remojado, riéndose de la travesura, y sería la excusa ideal para ir a la habitación que ella suponía había sido reservada.

 Rebeca no contaba era con que Adrián no sabía nadar y al caer en la parte más honda de la alberca se estaba ahogando. En un principio pensó que él le seguía el juego para que ella se lanzara al agua y quizá eso sería más íntimo. Ante la duda, se desprendió de los zapatos de tacones y se lanzó al agua, uniéndose a la chanza. Adrián no jugaba, en realidad se estaba hundiendo. En su desesperación no comprendió que la joven quería ayudarle a mantenerse a flote y más bien la estaba arrastrando al fondo con él.

Ella al fin pudo liberarse de Adrián y nadó hasta la orilla. Al salir del agua comenzó a gritar, pidiendo ayuda, pero casi nadie la escuchó. Adentro la música seguía tocando y los concurrentes bailando.

Todo quedó grabado en el video de vigilancia. Una broma de ocasión terminó en tragedia. Cuando los cuerpos de recate llegaron en auxilio, ella solo repetía para sí.

—Yo no sabía que él no sabía nadar. Yo no sabía.