La mujer colocó al bebé dentro de la bañera de plástico y comenzó a verterle agua tibia sobre la cabeza y el pecho. Luego le untó jabón líquido con ayuda de una toallita de algodón. Continúo vertiendo el agua hasta llevarla al nivel del cuello. Ya para entonces había comenzado a escuchar las voces que le ordenaba ahogarlo. Sería rápido y sin dolor. La criatura estaba acostumbrada al líquido amniótico, solo era cuestión de sumergirlo. No se daría cuenta cuando el líquido le llenara los pulmones.
Su hermana se acercó a ella y le arrebató al niño.
—¿Qué haces? Hay que tener cuidado o lo vas a sofocar. No tienes experiencia. Regresa a la cama que voy a vestirlo y a cuidar de él.
Cincuenta años después, desde su silla de ruedas, la mujer señalaba con el dedo índice al hombre que estaba frente a ella.
—No me puedes negar que tú diste la orden de matar a la gente que participaba en la marcha de protesta. Tú eres un asesino. Yo lo sé. ¡Era un hijo de puta! ¡Cómo pudiste mancharte de sangre las manos!
—Son chismes de los periodistas. Lo hacen para desprestigiarme —dijo el militar al ponerse de pie— Madre, no prestes atención a sus comentarios. Le diré a las enfermeras que saquen ese televisor de tu habitación.
Quiso besarle la frente, pero la mujer lo rechazó. Dio manotazos como quien espanta un insecto que revolotea frente a ella.
—Debí matarlo cuando era niño —murmuró —. Esa voz me lo advertía. Ahora es un famoso dictador.