Daniel extendió el diario sobre el mueble de la tienda. Una de las noticias de la primera plana se refería al asesino en serie que operaba en la región y al último asesinato cometido en la ciudad más cercana. La policía estatal se encontraba trabajando en esa dirección.
Esa noche todo estaba tranquilo en el establecimiento. Levantó la vista. El reloj de pared marcaba quince minutos después de las diez. A la doce cerraría y se iría a casa en su bicicleta. La carretera era oscura y su madre le pedía que se cuidara, pero qué malo podría pasarle en un pueblo aburrido como Dry Creek.
Daniel era un muchacho que recién había terminado la secundaria. Decidió buscarse un trabajo de medio tiempo mientras figuraba qué hacer con su vida. Lo encontró en la gasolinera ubicada en las afueras. A casi nadie le gustaba el lugar y menos el horario.
Levantó la vista de la lectura al ver de reojo que un camión de carga se detenía junto a una de las estaciones de servicio. Ese era uno de los propósitos del lugar, brindarle atención a la mayoría de los conductores que iban fuera del estado, aprovechando la tranquilidad de la noche.
Un cliente que surgió de la nada entró a la tienda y se dirigió a la sección de bebidas alcohólicas. Daniel no le prestó atención, estaba concentrado en el hombre corpulento que descendía del camión con dificultad. Una vez en tierra fue a la parte trasera del vehículo y lo abrió. Luego hizo un gesto como de quien está molesto porque algo no había salido bien. Entro a la tienda y se dirigió a él.
—Tengo un problema con mi carga. Se ha movido en el trayecto y necesito algo con que sujetarla. ¿podrías ayudarme?
—Seguro —dijo el muchacho. Salió detrás del hombre y vio que las cajas que transportaba estaban ladeadas y que necesitaban ser ajustadas.
—Mira, tengo estas bandas con gancho en los extremos. Es solo ensartarlo en las ranuras que están a los lados.
Claro, pensó Daniel, era un viejo obeso y se vería en aprieto al intentar subirse al tráiler y luego sobre la carga. Pero algo le decía que no debía hacerlo. Quizás era su instinto de supervivencia o la voz de su madre que le pedía tener cuidado. Miró hacia el alero de la tienda: las cámaras apostadas eran falsas y la única que funcionaba era la que apuntaba hacia la caja registradora.
—Está bien —dijo Daniel—, pero ya regreso.
Entró a la tienda y encontró al comprador que cargaba una caja de cervezas y unas bolsas de papitas fritas.
—Oiga, puede acompañarme a sujetar una carga del conductor que está ahí afuera.
—Está bien —dijo. Dejó su compra un lado.
—Veamos cual es el problema —dijo siguiendo muchacho—. Vaya, la carga está ladeada. Eso es muy peligroso, sobre todo en las curvas de la carretera.
Se subió al vehículo por un lado de la puerta y le extendió la mano al muchacho para que se sujetara al coger impulso.
Lo que Daniel no sabía era que el sujeto era amigo del camionero y se había bajado del vehículo poco antes de que se estacionara frente a la tienda. Se percató de ellos tan pronto vio que el hombre en tierra cerraba las puertas del tráiler y el cómplice le propinaba un golpe con un objeto romo.