Ser querido

El sexto año de la carrera de Medicina es llamado Internado Rotatorio. Durante ese ciclo, que dura un año, rotamos por los hospitales de especialidades.

 Una noche, de turno en Sala de Mujeres, una paciente octogenaria sufrió un paro cardiorrespiratorio. Las enfermeras acudieron de inmediato a los gritos del familiar que pedía ayuda, una chica que supuse era su nieta. Fui llamado a la habitación y acudí con prontitud, ya para entonces habían llevado el carro de paro y situado la cama a nivel. Los auxiliares colocaron una tabla bajo el cuerpo antes de que se efectuaran las maniobras de resucitación. La jefa de enfermería empezó a administrarle fármacos intravenosos utilizados en estos casos.  Después de varias compresiones torácicas, la paciente salió del trance.

Le informé al médico residente de guardia lo acontecido. Él, sin mucha emoción, dijo que así lo hubiera dejado. A su criterio era una vieja que moriría en cualquier momento debido a causas naturales. Por un instante me sentí desorientado. Yo creía era mi deber intentar salvarle la vida a cualquier persona. Nadie habló de respetar o no ciertos niveles. Si estos existían, eran muy ambiguos.

 El comentario me desconcertó y decepcionó a la vez, pero asumí que debía seguir las instrucciones de él, quien era mi inmediato superior en esa área.

Tres días después estuvimos de guardia en emergencia. La noche estaba tranquila, entonces dijo que tomaría una siesta y que lo llamara si se presentaba algo que yo no pudiera resolver.

Una hora después llegó la ambulancia de la Cruz Roja con una persona que había sufrido un paro cardíaco. Los paramédicos lograron estabilizarla, pero ya en emergencia la anciana recayó. El personal de la sala, en estado de alerta, esperaban mis instrucciones, pero no hubo orden de proceder. Solo les dije que la trasladaran a una de las camillas del hospital y que corrieran las cortinas. La mujer que arribó con la paciente, quizás su hija, empezó a preguntar por el médico de guardia de mayor jerarquía.

Una de las enfermeras, no contenta con mi proceder, despertó al médico residente. Este acudió a la sala poco convencido. Se despabiló de inmediato al reconocer a su madre como la acompañante. De inmediato inició las maniobras de resucitación, pero el resultado no fue el esperado.  

Quedé paralizado ante la escena del hombre que lloraba sobre el cuerpo de la occisa. Enojado se volvió hacia mí y reclamó:

—¿Por qué no hiciste nada?

—Era una paciente geriátrica con un segundo paro cardíaco —dije—. ¿No dices que en estos casos es mejor dejarla ir?