Sentada, a la espera de que se le dictara sentencia, Eloísa Galán recordaba las veces que su hermano le relataba cuentos de horror antes de dormirse. Ella insistía mucho. No quería escuchar leyendas medievales de princesas cautivas. Gustaba de asustarse y después meterse bajo las sábanas, sin sacar ni un pelo, por miedo a que los monstruos se la llevaran.
A sus doce años Alfredo era un buen contador de historias. Leía revistas y cómic donde abundaban las criaturas míticas. Sentía fascinación por esa clase de historietas. Su madre lo regañaba por revelarle esas tonterías a la menor de tan solo ocho años.
—Duérmete o te llevara la mano peluda —decía en broma.
Ese era su estribillo más conocido a la hora de meterle miedo a la pequeña.
—¿Esa mano es como la de papá?
—No. Es peor. Es más grande, toda cubierta de pelos y camina arrastrando los dedos. Si te atrapa despierta te jala de los pies.
Los padres firmaron el divorcio. La traición estuvo de por medio. La madre, dolida, aceptó que la figura paterna era lo mejor para su hijo y lo dejó irse a vivir con él. La niña estaría a su cargo.
Dejaron de verse por muchos años. El padre, poco acostumbrado al dolor de la ausencia, no pensó en el crío y ambos marcharon al extranjero. La madre, al tiempo, buscó esposo y tuvo otro hijo.
En cuanto alcanzó la mayoría de edad, Alfredo regresó a buscar a la familia. Aún vivían en el mismo apartamento y sabía cómo encontrarlas.
Al llegar golpeó la puerta. Quería sorprenderlas. La chica, que estaba sola, estudiando y cuidando a su hermano menor, escuchó ruidos y fue hacia la puerta.
—¿Quién es?
—Soy yo. Abre —dijo el muchacho.
Ella entreabrió la puerta, pero no quitó los seguros. Del otro lado vio a un hombre barbudo, con un arete en la nariz, que sonreía.
—¿No me reconoces? —preguntó con voz grave mientras introducía la mano para correr los cerrojos.
—No sé quién eres. Vete o llamaré a la policía.
La joven entró en pánico al ver la mano del sujeto, toda llena de vellos, que intentaba penetrar. Tomó al niño y corrió a la recámara.
—Solo quería darte una sorpresa. No puedo creer que no te acuerdes de mí.
Escuchó su voz cada vez más cerca. Supuso que había entrado y que quizás era un sujeto capaz de causarles daño. Su padrastro guardaba un arma en el fondo del armario y ella sabía usarla. Disparó dos veces al abrirse la puerta del cuarto.
En su relato a la policía dijo que su miedo se acrecentó al ver la mano del extraño. Eso le hizo creer que era un abusador que irrumpe en la casa de su víctima. Con el paso de los años el chico se convirtió en un hombre corpulento y, como su padre, lleno de vellosidades que le daban la apariencia de hombre lobo.