En su juventud él fue un hombre de espíritu libre, trabajador, pero no era responsable de sus hijos. Tuvo quince hijos con varias mujeres, nueve fueron reconocidos, los demás no. Todos ellos sobrevivieron a toda clase de miseria y enfermedades infantiles, pero también hubo otros que murieron y que con el pasar de los años fueron olvidando. Algunos ni nombres llegaron a tener.
Con doña Lupe, su primera mujer, tuvo cuatro hijos.
Mi tío Augusto, era músico. Cantaba boleros y tocaba la guitarra. En cuanto pudo se fue con una banda de músicos que pasó rumbo a Veracruz y nunca más volvió. Tampoco creo que se volviera famosos o no hubiéramos enterado.
Mi tío Ramón era carnicero en el mercado y se casó con una prostituta que decía que lo amaba de muerte. Él le creyó porque siempre tuvo ese afán de recoger perros y gatos callejeros, con mayor razón una mujer. Le salió buena para el trabajo y le parió tres hijos.
Mi tía Regina se casó de velo y corona con un militar. A ese lo mataron en los albores de la guerra civil. No tuvo hijos ni se volvió a casar. Decía que no pensaba dejarle peones a la revolución.
Mi tía Águeda no se casó y se quedó «niña vieja», pero murmuraban que era lesbiana y que había tenido amores con su prima Matilde. No se comprobó nada, pero la gente comenta hasta destruir con las palabras.
Doña Lupe murió por culpa de un cerdo que se le salió del corral. Al correr detrás de él, durante la fuga, se le cruzó al camión que entregaba la leche.
Una vez viudo, mi abuelo se volvió a casar. Esta vez con mi abuela Amanda. De esa unión nacieron cinco hijos.
Mi tío Pedro era el mayor. Era aspirante a político de pueblo. Poseía voz de tenor y no ocupaba de megáfono para ser escuchado durante los discursos que daba en el parque. Además, era amigo del diputado del pueblo desde la infancia. Se casó con la hija de don Miguel Contreras porque le gustaba como hacía las tortillas. No la sacó de trabajar ya que decía que la política da dinero si se roba y que en ese pueblo no había mucho de donde robar. Así que la mujer continuó en su oficio mientras no se fueran con su politiquería a otra parte.
Mi tía Amparo quería ser monja, pero mi abuelo no la dejó porque eso era de putas que se acuestan con el cura y el sacristán y que en las paredes del convento habían encontrado fetos enterrados. Tan blasfemos que era el señor. Al final se cambió de religión y se casó con un pastor.
Mi tía Esmeralda estudio para ser enfermera. Se casó con Esteban Rojas, el matarife del rastro. Luego se hizo querida del doctor y su marida la echó a la calle. Dijo que no se quería comprometer y que si le perdonó la vida al doctor fue porque le salvó la vida después de que le dieran un balazo en la cantina, pero que ya estaban a mano. Ella no volvió a casa de su papa por miedo a que la malmatara y escogió viajar a la capital.
Mi tío Salomón quería ser cantante, pero debía estar bien borracho para que la voz se le saliera entonada y ya para entonces comenzaba a comportarse de forma muy extraña. Eso no era bueno porque decían que su hombría se veía comprometida. Así que cuando le daba por tomar y cantar mi abuela lo encerraba en la casa para evitar episodios bochornosos.
Mi mamá era la menor de sus hijas, muy apegada a mi abuela. Le ayudaba con la venta de abarrotes que instaló en su casa, ante la falta de dinero de quien estaba supuesto a proveer. En un lugar, donde viven muchas personas, es difícil mantener el control del ir y venir de todos. Sin embargo, mi abuela se hizo cargo de no solo de sus hijos sino también de los de la difunta. Mientras ella les enseñaba como ganarse la vida, el señor continuaba su vida de soltero empedernido. Su máxima era que los hombres tienen la misión de divertirse en la cantina con los amigos y traer descendencia a poblar el mundo.
Ya viejo y por lástima, mis tíos, le construyeron un cuarto en el fondo del patio. Vivía de arrimado porque el poco dinero que hizo se fue junto con las amistades y ahí se le cuidaba por ser de la familia. Las personas creen que por envejecer las personas se vuelven más nobles, pero continúan siendo el mismo lobo feroz por dentro.
El día que murió mi abuelo, yo estaba en su cuarto recogiendo la ropa de cama que sería lavada. Él no contaba con que mi mamá me traía muy de cerca, desde que vio a Mauricio Madera en el patio. Quería entablar conversa conmigo mientras lavaba la ropa. Esa vez no encontró a Mauricio, porque yo no le prestaba atención. Encontró a mi abuelo queriéndome forzar y tocando con violencia mis partes privadas.
Por un instante desconocí a mi abuelo y reconocí en él al lobo feroz que se ocultaba bajo el disfraz de viejo inútil. Ella se enojó y le reclamó. Él, muy cínico, le dijo que él era hombre y que podía acariciar cuanta mujer quisiera. Mi mamá, encolerizada, le replicó que cualquier otra, pero no su hija.
Mi mamá me pidió que me retirara y que no dijera nada. Yo esperé afuera, a cierta distancia. Se que discutían, pero no escuché con claridad lo que decían. Era una especie de murmullo que se acrecentaba con las palabrotas. Luego, cuando la discusión cesó, ella salió de la habitación llorando. Dijo que llamara a uno de mis tíos, que había sucedido un accidente. El abuelo se había caído y que se había golpeado con el metal del catre.
Eso fue lo que se manejó en la familia, pero yo creo que, en su cólera, lo empujó con violencia y le azotó la cabeza contra el mueble. Ella lloraba y su llanto era genuino, pero no sé si por haberlo matado o porque en realidad le dolía, como hija, la pérdida del ser querido. No quise preguntarle nada más, pero algo me decía que ella ocultaba algunos secretos que no pensaba revelarme. Mejor así, siempre he tenido una buena imagen de ella.