—¡La migra, la migra! —gritó alguien.
Aquella voz de alarma se propagó dentro de la fábrica con la intensidad de un coro de voces mixtas donde predominaba un timbre de miedo. Los trabajadores detuvieron el accionar de las máquinas de coser. Sin que se les explicara con claridad lo que pasaba, corrieron hacia todas las posibles salidas que ofrecía el lugar y refugios que, en la desesperación, pensaron que eran seguros. Por las puertas del fondo que daban a los edificios contiguos, por las ventanas que daban a la calle o dentro de los contenedores, donde tiraban los restos que se iban generando en el trabajo.
Era una fuga inútil. El edificio estaba rodeado más allá de sus expectativas. Los agentes de migración entraron a detener a todo aquel que se encontrara dentro del perímetro acordonado. No solo las mujeres lloraban, también algunos hombres que de pronto se dieron cuenta de que sus familias quedarían desamparados.
Eloísa había llegado a Los Ángeles durante los años más brutales de la guerra civil en El Salvador. No pasó mucho tiempo antes de que consiguiera sus documentos que acreditaran su estatus legal en el país. A partir de ese momento tomó cualquier tipo de trabajo que se le ofreciera. Trabajó de mesera, de niñera, en una tortillería y en fábricas de costura que quedaran cerca de la casa de su tía. No sabía conducir, pero no se negaba a trabajar, así tuviera que abordar tres autobuses que la llevaran a su destino.
De repente, Eloísa, se encontró debajo de una de las mesas donde se cortaban los moldes de la ropa. Junto con ella, un grupo de mujeres que sollozaban y rezaban, con la esperanza absurda de no ser descubiertas. Su aprensión, acrecentada por el miedo ajeno, no le dejaba percatarse de que su situación no estaba comprometida como la del resto de migrantes.
Una luz cruzó por su mente y se dijo: ¿Qué estoy hacienda acá? Yo tengo papeles. Y abandonó el escondite.