La mujer entre abrió la puerta de la recámara y sin soltar el picaporte dijo: Todavía no te has cambiado y ya estamos saliendo hacia la funeraria.
—Dije que no asistiría —replicó la otra mujer sin apartar la vista del piso.
Yacía sentada al borde de la cama, vestía ropa de dormir y traía el cabello reunido en una trenza.
—¿Por qué tú y tu hermano no escuchan lo que les digo? —añadió—. Quiero que me dejen en paz.
La mujer entró a la habitación y cerró la puerta atrás de sí.
—Porque lo que dices no hace sentido para nadie.
—Lo hace para mí y eso es lo que cuenta.
—¿Crees que mi hermano no sufre? ¿El resto de la familia? ¡Eran mis sobrinos!
La mujer avanzó hacia el armario y lo abrió. Empezó a separar los ganchos de ropa en busca de una prenda adecuada para el funeral.
—No te esmeres. No voy a ir. Yo no tengo nada que hacer ahí.
—Tal vez, pero no lo hagas por ellos. Hazlo por ti, para que proceses el dolor y puedas, algún día, ver el mundo con otros ojos.
— El auto quedó destrozado. No me explico cómo es que murieron en un accidente si yo los aleccioné con severidad. Ojalá y resucitaran solo por un instante para poder preguntarles en dónde olvidaron todas las enseñanzas y el rigor que les exigí al conducir. Solo un instante, pero eso no va a suceder La respuesta es sencilla: eran jóvenes y ellos no leen las líneas de la vida.
Se acostó y se cubrió con el cubrecama hasta el cuello, la vista fija en la pared blanca.
—No tengo que ir al sepelio. Ellos con su estupidez y yo con mi terquedad.