En la Navidad del 95 le regalé a mi sobrino el Hombre Araña que me hubiera gustado que me regalaran de niño. Era un muñeco de plástico al cual se le podían flexionar brazos y piernas y girar la cabeza.
El pequeño lo revisó, vio lo que hacía y dijo: ¿Qué más hace? Creo que era una pregunta retórica porque de inmediato lo lanzó a un rincón y continúo desempacando sus regalos.
Por un instante olvidé que la brecha generacional era inmensa y que la tecnología ya nos había superado.