El profesor de matemáticas escribió, en una esquina de mi examen final de trigonometría analítica, que yo era una haragana. En su clase no obtuve buenas calificaciones durante todo el semestre. Al final del curso necesitaba el cien por ciento del examen para no reprobar y poder graduarme de la secundaria.
Mis padres estaban entusiasmados conmigo porque sería la primera de la familia. Al leer la nota escrita sentí un vuelco en el estómago. La posibilidad de ingresar a la universidad se desvanecía muy rápido. Cómo les diría que estaba reprobada y que no subiría a recibir el título el día del acto de graduación.
En un instante morí y resucité al ver que había obtenido la calificación máxima. El profesor sabía que yo podía con esa clase y que los adolescentes atraviesan por etapas donde son complicados.
Fui admitida en la universidad y coroné la carrera de odontología.
Aún conservo el dichoso examen. Treinta años después aún no sé para qué demonios puede servirme en la vida el saber de senos y cosenos.