A los cincuenta años, en su lecho de muerte, Matilde Paz Martínez pidió estar a solas con su marido. Dijo tener algo importante que conversar con él ahora que sentía que aquel cáncer de cérvix uterino le restaba los últimos días de su existencia. Viendo lo inminente de su muerte señaló que no tenía nada que ocultar y que cualquier pecadillo de juventud podía ser insignificante ante lo apremiante de su muerte.
La habitación quedó vacía y en silencio. Ahora que agonizaba, sus familiares la mantenían ocupada. Llenaban el dormitorio con la presencia de sus hijos, nietos, amigos y vecinos que de buena voluntad acudían a visitarla. Con eso intentaban rescatarla a través de las plegarias y velas consumidas a las divinidades conocidas. Su esposo estaba sentado al borde de la cama donde ella le pidió que permaneciera. Con voz entrecortada por el apremio le dijo sin preámbulos.
—Alejandro no es tu hijo.
—Yo lo sé —dijo sereno—, pero como que lo fuera.
Alejandro era el hijo menor y único varón de Celso Martínez y su mujer Matilde Paz. En realidad, ella había quedado embarazada del mejor amigo de su marido, Roque Úbeda. Él era del tipo de hombre que a simple vista lucia feo y desgarbado, pero tenía fama de mujeriego. Roque irradiaba mucho carisma y eso le granjeaba la atención de las féminas, aunque solo fuera por un instante de placer. Era una locura pensar que alguna de ellas se atrevería a dejar a su cónyuge y empezar una vida con él. No es que ella lo hubiera amado alguna vez, pero era persistente y poseí un a labia almibarada que atrapaba a cualquiera como mosca. Fue así que ella tuvo un breve romance con el tipo, pero fue suficiente para que ella quedara embarazada.
Matilde era muy creyente y no iba a practicarse un aborto. Además de estar penado por la ley no iba a exponerse a la lengua de una partera que la pusiera en evidencia. La única solución que encontró fue achacarle el regalo a su marido.
Alejandrito, llamado así en casa, llegó a ser un niño muy querido por sus hermanas mayores. De pequeño era un niño igual que todos, pero a medida que creció se volvió largurucho, narizón y de voz ronca que asustaba.
—Te juro que no fue mi intención traicionarte, pero tú sabes cómo era él de atento con las mujeres.
—Escucha, no es necesario que entres en detalles. Yo lo sé todo.
—No. Necesito hablar, darte mi propia versión. ¿Cómo es que estás enterado? Dime que es lo que sabes.
—Yo recibí un mensaje de alguien que me pedía poner en cuidado a mi mujer. Yo fui a buscarlo y lo confronté. Roque sabía que podía estar con todas las mujeres del pueblo, pero nunca con la mía. Era lo más cercano a un hermano, pero él no respetó el acuerdo y eso fue una vil traición. Él lo negó al principio. Al final lo aceptó porque yo estaba más que seguro de que él había traicionado nuestra amistad.
»En ese instante yo quería matarlo. La ingratitud me había cegado aún desde antes. Saqué mi pistola y le disparé. No supe en ese instante si lo había herido o no. Roque vio mis intenciones y también disparó. La bala me rozó la sien. Cuando nos llevaron al hospital él todavía vivía, pero no alcanzó a hablar. Yo no podía ver nada, lo viscoso de la sangre no me permitía. En ese momento no dije nada, aturdido que estaba. Una vez que la policía vino a interrogarnos me enteré que él había fallecido en el trayecto. Que nunca se recuperó, que solo balbuceaba y se quejaba, pero nada más. Les dije a los oficiales que algunos sujetos habían querido asaltarnos, pero que yo no los conocía. Que nos habían disparado y herido. Nadie sospechó que aquel incidente había sido un ajuste de cuentas de índole pasional y se manejó como un robo a mano armada.
»No soy tonto, yo sospechaba desde el principio que él no era mi hijo. Nunca dije nada porque, a pesar de todo, yo quería un hijo varón y contigo solo hembras habíamos procreado. Yo necesitaba uno que les diera continuidad a mis negocios y cuidara de ustedes si yo faltaba. Me dije que si salía niña sería una más, pero por fortuna fue varón. Decidí olvidar todo, ahora que el verdadero padre se pudría en una tumba.
»De pequeño los niños se ven iguales, pero a medida que crecen ellos cambian y se van pareciendo a la familia. Con Alejandro no fue así. No se parecía a ninguno de nosotros. El muchacho, al entrar al desarrollo, cambió la voz y fue el momento en que pude confirmar lo que me sospechaba. Alejandro tenía el mismo timbre de voz de Roque. Era como estar hablando con él. Matilde, yo quedé ciego del disparo, pero no sordo. Aunque ustedes no me quisieron confirmar a quien se parecía, las veces que yo les pregunté, el tiempo me dio la respuesta. No tengas cuidado, puedes partir a tu destino en paz. Esa verdad ya era conocida por mí. Yo me quedo aquí a pagar por mi culpa.