Mardonio vendió las piedras del riachuelo que cruzaba por su propiedad. Un día llegó una mujer en un vehículo todo terreno y preguntó por el dueño de la propiedad. Dijo que diseñaba paisajes y que estaba interesada en comprar las piedras. Le atraían el color y redondez que la corriente causa en ellas y quería usarlas en su próximo trabajo: un hotel de montaña con abundantes áreas verdes.
Una vez cerrado el negocio, arribaron camiones con cuadrillas de trabajadores. En pocos días recopilaron cuantas piedras encontraron en las orillas y en el cauce.
Mardonio era un hombre de campo con necesidades económicas y creyó que aquello era un buen trato. Con el dinero obtenido podría conseguir que sus parcelas fueran más productivas al comprar implementos agrícolas.
Su mujer le señaló que la paga no fue generosa y que ojalá no se arrepintiera, pero para él era solo una venta de piedras. ¿Arrepentirse de qué? Eso lo supo con las primeras lluvias, cuando la corriente que bajó de los cerros no encontró resistencia pétrea y arrastró todo a su paso: sus cultivos, sus animales y la casita donde vivía con su familia.