Mi tatarabuela conoció a Picasso cuando este aún no era famoso. En ese entonces ella trabajaba como mesera en un café parisino.
El pintor ordenó un croissant para acompañar su bebida. Al terminar su merienda pagó la cuenta y se marchó. Creo que no tenía mucho dinero, ya que no dejó propina.
En una servilleta de papel hizo un retrato de ella. Fueron solo unos trazos, pero bien precisos. Le oscureció el cabello con algunas de las gotas del líquido que quedaban en el fondo de la taza.
Al limpiar la mesa, vio el dibujo y lo metió en la bolsa del delantal. Hizo una mueca de quien piensa: para qué me puede servir esto. La guardó y se dijo que la pondría en la basura más tarde, solo que olvidó hacerlo.
Su madre encontró el papel antes de lavar el delantal y le preguntó por él. Ella se encogió de hombros y le explicó que un cliente tacaño, o pobre, le había dejado eso a cambio.
A la madre le gustó el detalle y lo colocó dentro de un portarretrato. Ahí permaneció por un siglo, a pesar de las guerras mundiales y de toda la historia que saturó el siglo XX.
El tiempo convierte las cosas en reliquias o en tesoros.