Su cuerpo empezó a destruir los glóbulos rojos de la sangre. La piel empezó a ponerse cetrina, le costaba respirar y grandes ojeras rodeaban sus ojos. Los médicos dijeron que era una anemia hemolítica. No tardaron en detectar el tumor que la estaba causando. Fue necesario transfundirle sangre a menudo, pero cada día necesitaba más.
Le llegó la muerte sentado en su cama, con la habitación en penumbras y una sonda intravenosa que dejaba pasar el último paquete globular.
Sus padres se negaron a enterrarlo de inmediato. Notaron que los colmillos le habían empezado a crecer y ya asomaban por la comisura de los labios.