«Escuchó que resonaban los pasos al subir las escaleras y al cruzar el pasillo. El sujeto se detuvo ante la puerta. Con sigilo entró a la habitación. La luz de una lámpara de pantalla apenas iluminaba el lugar. El intruso era movido por el deseo de matar. ¿Por qué? No lo sabía. Era algo que se escapaba a su control.
» La víctima descansaba en un sillón. Era un hombre joven. El rostro estaba echado hacía un lado. Intentó reconocerlo, pero se contuvo. No era necesario. Avanzó con calma y desde atrás le asestó una cuchillada en el pecho. Se escuchó un quejido corto y el cuerpo quedó inmóvil.
» Elevó el arma a la altura de sus ojos. Observó la sangre en el objeto metálico y luego fijo su atención en el rostro reflejado en el espejo. No le gusto lo que vio. Su expresión era la de un imbécil y pronto se llenó de pavor. El terror marcado en su faz se manifestó nítido. Soltó el cuchillo y se llevó las manos a la cara, profiriendo un alarido profundo».
Repentinamente se incorporó en su lecho. Su respiración agitada era acompañada por una sudoración que le mojaba el cuerpo. Cerró los ojos y suspiró aliviado.
—¡Dios! Menos mal que era solo una pesadilla.
Intentó volver a dormirse a profundidad. Afuera, el silencio que reinaba fue interrumpido por el rugir de la tormenta que se aproximaba.
El sueño del profesor no fue tranquilo. Su imagen en el espejo volvía a su mente una y otra vez. Ese hecho acabó por inquietarlo y lo mantuvo despierto hasta el amanecer.
El profesor Romero era un hombre distraído. Ese defecto causaba la idea errónea de que era tonto. Sin embargo, nada inducía a pensar que un tipo simplón pudiera llegar a ser un asesino, pero fue así.
Él era maestro en el pueblo donde nació, luego se mudó a la capital. Hacía cinco años que residía ahí. Rentaba un apartamento de soltero donde tenía todo lo que necesitaba.
El maestro se alistó para emprender un nuevo día como educador, aunque sus pensamientos eran otros. Una idea fija había empezado a tener forma.
Llegó al colegio antes de que el alumnado se hiciera presente y se encaminó a la biblioteca. Sabía que a esa hora ya podía encontrar ahí a la señorita Martínez. Ella no hacía sus labores cuando era debido. El tiempo lo empleaba en devorar libros sobre quiromancia, telepatía y fenómenos sobrenaturales. A la mañana siguiente se veía obligada a completar sus deberes.
El profesor tomó el libro que versaba sobre sueños y comenzó a hojearlo. Siempre consultaba aquel libro durante las horas de recreo, pero ese día la impaciencia y la curiosidad lo envolvían. Era costumbre suya indagar lo que le acarrearía lo soñado, si bien nunca sucedía algo extraordinario en la realidad.
La señorita Martínez, detrás de su escritorio, vigilaba al maestro. Cuando éste se levantó, apesadumbrado por su búsqueda infructuosa, ella se adelantó a ofrecerle su ayuda.
—Debe ser algo importante para que usted haya venido temprano. ¿Le preocupa algo?
—Sí.
—Cuénteme todo. ¡No, no! Mejor yo lo adivino. No soy una eminencia, pero de algo me sirve. Tiéndame su mano por favor. Debo ejercitar mis conocimientos, ¿no cree?
—Supongo que sí.
Él se encogió de hombros y adoptó un aire de resignación. Ya estaba acostumbrado a las excentricidades de la bibliotecaria.
—¡Oh! —exclamó alarmada. Se llevó la mano derecha a los labios para evitar el grito de asombro que hubiera escapado de su boca.
—¿Ocurre algo?
—Bueno, yo no estoy segura. Veo sangre en su camino y aquí está usted, profesor. Es curioso.
—¿Qué más? —inquirió con impaciencia.
—No es nada —dijo, pero en su tono se advertía que sabía más de lo que decía.
—¿Qué significa eso?
—Bueno, una de dos: un accidente donde usted toma participación o un crimen a manos suyas. Disculpe. Digo muchas tonterías. No me preste atención.
—Para el caso es lo mismo. Quizás tenga que ver con las ranas sacrificadas en las clases de disección.
La encargada del lugar volvió de lleno a sus labores. Él observó su mano de nuevo en un afán por descifrar lo que la mujer no había querido decirle. Sí, ella sabía algo más. Pretendía estar colocando los libros en sus respectivos lugares, pero miraba de reojo como si presintiera el peligro que se aproximaba.
Esa noche tuvo la misma pesadilla y las noches siguientes también. Aquello era ya una obsesión que lo consumía. Confundiendo la realidad con un mal sueño llegó a la conclusión de que tenía que matar, era preciso matara.
Los colegas emitían juicios errados. Pensaban que era presa de una gran preocupación económica. Lucía escuálido, mal vestido y deprimido. Nada que se comparara con el profesor que todos conocían.
—¿Matar a quién? A Leonardo, el chico insoportable de mi clase. Sería una buena obra social y les haría un favor a sus padres. Es impertinente y cree mandar en mi clase. Ese era un aprendiz de matón. Pero no, que sufra en su futuro. Él verá que la vida golpea con rudeza. Sus padres deberán soportar las penas que les acarreará. Ellos son quienes lo han criado así.
Está el viejo Luis, el casero, se ve demasiado cansado. ¿Por qué no arrojarlo desde la azotea? Nada se pierde con su muerte. Sus familiares no lo llorarán, al contrario. Pero ¿qué me ha hecho el pobre viejo? Tiene derecho a terminar sus últimos días.
La señorita Martínez tiene muchos defectos, pero a veces le alegra la vida a uno con sus cosas. Ella no, me causaría mucho pesar el que algo le suceda.
Es una blasfemia, pero me siento como un Dios todopoderoso que imparte justicia y decide sobre la vida de los demás. Él ya hubiera terminado con la tierra si quiera y vería que los justos son pocos. Yo lo haré, está escrito en mi destino y no puedo cambiarlo.
Era un día precioso, ante los ojos del profesor era sombrío. Se encontraba sentado en una banca, en el corredor del segundo piso. Rígido, admiraba los prados que circundaban el colegio. Era un buen día para matar. Al fin había escogido a su víctima.
La directora del centro escolar salió de su oficina y le entregó un sobre. Era costumbre de su familia escribirle al colegio.
—Aquí tiene su carta, profesor Romero.
Esa vez no había llegado ahí por la correspondencia. La mujer le resultaba pedante. Todos le temían por lo severa que era. Nadie quería perder su trabajo.
La mujer dio media vuelta y se alejó por el pasillo, seguida de cerca por el maestro. Él alzó los brazos, pero los detuvo en el aire. Arrepentido se apartó de ella. Por un instante tuvo la intención de empujarla cuando descendiera las escaleras. No lo verían y sería el crimen perfecto. Las autoridades llegarían a la conclusión de que se trató de un accidente. El caso se cerraría como tal. Dudó y perdió la oportunidad.
Al regresar a su habitación fue directo a la gaveta donde guardaba los utensilios de cocina. Tomó el cuchillo con mucha seguridad. Al pasar frente al espejo, empotrado en la puerta del ropero, fijó la mirada en él. ¿Dónde había un espejo? En el sueño. Como un autómata llevó el instrumento a su pecho y con una rapidez extraordinaria, casi simbólica, lo clavó a la altura del corazón.
El hombre lanzó un grito que resonó por todo el edificio. A continuación, los curiosos se aglutinaron en la puerta, dejada abierta por él a su llegada.
Si en su sueño hubiera alcanzado a ver el rostro de su víctima, se hubiera enterado de que no era otro sino él. Él fue su propio verdugo. ¿Acaso no era esa su suerte? Matar, matar, matar. ¿A quién más sino a él? Fue el asesinato de su vida.
—Doctor Granada… El paciente Romero sufrió otra crisis. Intento de suicidio, pero ya está bajo control. Lo va a encontrar atado a la cama y sedado.
—Aquí tengo su expediente: esquizofrenia paranoide. Yo me haré cargo de él.